domingo, 10 de octubre de 2010

Los íconos argentinos, Enrique Lacolla


La discusión sobre nuestro pasado está lejos de haber terminado. Pero sería bueno que la asumiéramos con buena voluntad y comprendiendo, de una buena vez, que las antinomias tajantes no llevan a nada.

El permanente revolverse de los argentinos en torno de las figuras de su pasado, lejano, mediato o reciente, exterioriza un problema de identidad no asumido. En la medida en que suele articularse en contradicciones tajantes es expresivo, también, de una historia distinguida por una escisión en la cual lo genuino y lo artificial, lo nacional y lo antinacional, se entremezclan hasta configurar un tipo humano desgarrado dentro de sí mismo, cuya única posibilidad de conformarse como un ser adulto es resolviendo sus antinomias a través de una síntesis muy difícil, en la cual van a quedar jirones de orgullo y deberán deshincharse muchas seguridades retóricas. Abrirse paso en esa maraña de confusiones, a la cual ninguno de nosotros escapa, será un trabajo muy arduo.


Siguiendo a Marx, estamos de acuerdo en que la materia determina a la conciencia. Esto es, que los intereses de fondo que mueven a los seres humanos crean una cobertura ideológica con la cual estos se explican y justifican a sí mismos. También creemos que esa cobertura, a su vez, opera por sí misma al ser introyectada por quienes la reciben y determina muchos de los movimientos de los individuos que la profesan, quienes operan y modifican la circunstancia que los rodea en base a esa conciencia adquirida. Una falsa conciencia puede tornarse más o menos veraz al interpretar y vehiculizar inquietudes, simpatías y antipatías que están influidas y, en algunos casos, predeterminadas, por el imperativo de la cultura recibida.


La Argentina es un país arquetípico de esta clase de contradicción. ¿No es sorprendente que, atenazados como estamos por la deuda externa, los problemas sociales y la indecisión en revertir un modelo económico que nos arruinó a lo largo de tres décadas, estemos hoy ingresando a un espacio polémico a partir de la resolución del gobierno de la Nación de tomar como los íconos culturales que representarán a nuestro país en la Feria del Libro de Francfurt a Carlos Gardel, Eva Perón, Ernesto Che Guevara y Diego Maradona?


Y bien, no, no es sorprendente. O al menos no lo es tanto. Porque si es cierto que hay asuntos mucho más urgentes, tanto la elección de esos personajes como la reacción de piel –vulgo, roncha- que su designación ha suscitado en sectores de la intelligentsia son demostrativos de las viejas y semiconscientes antinomias culturales de los argentinos siguen vivas, y se encarnan en muchas de las tomas de partido que adopta la clase media. La excitación en torno de esas figuras revela tanto la inanidad del debate tal como se lo plantea, como la necesidad de jerarquizar el sentido de nuestra historia y darle los perfiles que se merece, rompiendo con los parámetros rígidos del pasado para, finalmente, operar con cierta eficacia sobre el presente.


Un ejemplo


Juan José Sebreli, ilustre sociólogo, excelente escritor y antipopulista de alma, a quien se le deben muchas observaciones agudas, bien que sesgadas, sobre la
psicología social argentina, se ha sentido escamado en su sensibilidad por la elección de esos personajes, que son los mismos que él había seleccionado para un libro suyo de próxima aparición. Es de suponer que observándolos desde un prisma muy diferente al que les consagra el actual gobierno, y de la intelección simplista que de ellos tienen tanto éste como una vasta franja del público.


En un reportaje concedido a La Nación y aparecido en el ejemplar del domingo 31 de agosto, Sebreli explaya sus puntos de vista, lo que permite presumir el contenido de su libro. En cualquier caso, el reportaje habla por sí mismo. Sebreli dice al principio, con buen sentido, que en una Feria del Libro lo que tendría que haber primado son las figuras de intelectuales y escritores como ejemplares de la cultura del país, más que la de ciertos fetiches populares. Pero acto seguido se desencadena contra la tipología de los personajes elegidos. Y propone, a su vez, el cuadro de honor que a su entender debería presidir a los estantes de la muestra.


“Ni siquiera tendrían que haber tenido que consultar. Cualquier persona medianamente culta lo sabe. Tendrían que haber elegido a Sarmiento y Borges como únicos representantes”. Y añade, a modo de concesión, como aporte propio, a Roberto Arlt, aunque admite que “también él podría ser discutido”.


Los perfiles de los elegidos por el gobierno son matizados por Sebreli con una puntillosidad negativa que, aparentemente, su propia selección de personajes no requiere. “Gardel es el cantor nacional, del pueblo-, pero es también el lumpen, el gigoló. Evita es la mujer consagrada a los pobres, pero es también la perseguida y la perseguidora, la mujer del látigo. El Che fue un hombre que luchaba por un mundo mejor, pero también el que llevó a la muerte a miles de jóvenes por una aventura absurda… Pudo ser un médico, antropólogo o un escritor, pero el encuentro con Fidel lo cambió. Y Maradona es el gran jugador de fútbol, pero también el drogado, el tramposo, el vivo. No es un hombre del fútbol, sino del telefútbol”.


Uno se pregunta si en la calificación de Evita por Sebreli no ha pesado inconscientemente también el calificativo de puta, que endilgaba el odio opositor a quien de forma apasionada, pero en última instancia moderada, habida cuenta de los ataques de que era objeto, tomaba partido por los pobres en un país donde la oligarquía tenía grandes cuentas que pagar. Cuentas que, dicho sea de paso, el sistema de poder predominante desde hace más de medio siglo entre nosotros ha incrementado a niveles siderales.


En cuanto a la fabricación televisiva del ídolo a la que alude Sebreli, uno no puede dejar de preguntarse si la hagiografía existente y persistente en torno de Borges y Sarmiento no representa también una especie de “producción” de los personajes. No hay modelo o mannéquin que, cuando se le pregunta a quien lee, no diga: “Borges”, a pesar de que es fácil pensar, por la actitud y manera de hablar de la bella niña, que en su caso no lee mucho más que revistas de modas y chimentos.


Lo de atribuir la fe revolucionaria del Che Guevara a su primer encuentro con Fidel Castro, pues unos días antes escribía que pensaba buscarse una beca en París y viajar a
allí con su madre, es un abuso de confianza. Más allá de las evaluaciones que puedan hacerse acerca de lo atinado o lo desatinado de su teoría del foco (y yo, personalmente, comulgo con la segunda hipótesis), el personaje estaba ya condicionado por una predisposición revolucionaria, quizá vagamente sentida en un principio, pero que con toda probabilidad excedía al mero narcisismo que en otra parte del reportaje Sebreli considera como el elemento fundante del mito. La misma predisposición que hizo que Guevara se despidiera de su padre cuando el tren arrancaba en Retiro rumbo a su segundo viaje y a su gran aventura, con una frase inesperada: “¡Aquí va un soldado de América!” Esas palabras fueron interpretadas por su progenitor como un arranque más de un temperamento paradójico. Pero, como lo demostró lo que vino después, era significativa, en el fondo, de una férrea voluntad de compromiso.


Creo que Borges, pese a todo su extranjerismo, su predilección por los mitos nórdicos y la literatura inglesa, su antipatía por lo popular y su antiperonismo visceral, sentía al país de una manera mucho más profunda que Sebreli y era honesto en este tema, aunque resultase políticamente insoportable para quienes se encontraban en la vereda de enfrente. “Hay dos grandes libros fundacionales de la literatura argentina” decía, palabras más, palabras menos, el autor de El Aleph: “Uno es el Facundo y el otro el Martín Fierro. Yo hubiera preferido que el primero hubiera sido el expresivo del país, pero, bueno, no fue así”.


Ahí está el nudo de la cuestión. En saber reconocer donde estamos parados. No, por supuesto, para encerrarse como Borges en una actitud dedeñosa, rencorosa o prescindente respecto de lo que no responde a nuestras expectativas, sino para comprender las circunstancias en que vivimos y tratar de hacer algo al respecto. Los grandes conductores que han suscitado el amor y el odio de los argentinos estaban recorridos por esa capacidad interpretadora. Y es por esto que siguen viviendo en la memoria del pueblo, a pesar de las toneladas de infamias que se desplomado sobre sus cabezas desde las usinas donde se fabrican la información y la historia oficial, o a despecho de los silencios que esta última ha sabido construir en torno de sus figuras.


El culto a los ídolos


El culto a los ídolos, que tanto molesta a Sebreli, es la forma que el instinto popular encuentra para perforar la capa de las mentiras o el mutismo que lo envuelve como sujeto histórico. Desde luego que ese culto puede ser abusivo, desagradable y de mal gusto; que puede ser explotado también por la industria del marketing o de la promoción escandalosa –la religiosidad en torno de Evita, el snobismo que se disfraza de revolucionarismo en las remeras y afiches con la efigie de Guevara; la explotación de los costados escandalosos de la personalidad de Maradona-, pero es expresivo de esa necesidad de encontrar un referente que de alguna manera evoque una genialidad o un compromiso con lo que se hace, en cuyo empeño y desorden el pueblo se reconoce.


El mito, por lo tanto, es una figura inevitable en la medida en que las coordenadas de la realidad permanezcan ocultas. Para desvelarlas es necesario aceptar primero el carácter grosero o incluso grotesco que pueden revestir algunas de sus exteriorizaciones, para ir indagando luego, de una manera honesta y sin preconceptos, las raíces del fenómeno. El retrato que de Gatica traza Leonardo Favio en la película biográfica homónima, o la indagación entre tierna e inflexible que María Luisa Bemberg hace del estrato aristocrático en Miss Mary, son ejemplares de dos aproximaciones que tienen como elemento fundante a la honestidad y al deseo de mirar sin concesiones dentro de nosotros mismos y del contexto que nos condiciona.


Sebreli elige a Borges y a Sarmiento como arquetipos de una argentinidad que él entiende es la necesaria. Es decir, culta, europea. Civilizada, en una palabra, en oposición a la barbarie que el autor del Facundo entendía como el lastre fatal de la herencia hispánica y del país salvaje. La antinomia construida por Sarmiento, gracias a sus dotes excepcionales de escritor y a su percepción plástica del paisaje indómito de su tiempo, tenía una enorme eficacia persuasiva, y sirvió –por desgracia- para fundar una teoría sociológica útil a los intereses de la burguesía comercial y terrateniente de Buenos Aires, y para bañar en un aura de prestigio y devoción nacional a una política que tenía en su núcleo el interés más estrecho y la voluntad de arrasar a sangre y fuego las resistencias del interior para construir, tras la organización nacional, una república jerárquica. Política de la cual el mismo Sarmiento fue parte.


Este fue el molde cultural donde, durante más de un siglo, la clase media argentina se crió. Proveniente en lo esencial de los desembarques inmigratorios, asimilados rápida pero caóticamente al país, su conciencia nacional fue forjada a partir de una historiografía oficial a la cual Mitre proveía de una documentación sistemática pero cuidadosamente expurgada, y Sarmiento con un calor polémico, un arrebato romántico y una interpretación fundada en una antinomia categórica. Civilización y Barbarie, ¡qué mejor vehículo para los recién llegados entender en forma súbita y fácil las raíces sociales y el devenir histórico de su nuevo país, pasando por encima de su variedad, abigarramiento y matices! Tanto más que, de alguna manera, esa fórmula halagaba la sensibilidad de la segunda generación de los recién venidos (la primera estaba demasiado ocupada en hacer pie y en liberar a sus hijos del primitivismo y la pobreza que arrastraban desde Europa), pues los dotaba de un engañoso complejo de superioridad sobre una masa criolla informe, silenciosa, sometida al imperio de un sistema de valores que le negaba entidad histórica, o bien se lo daba sólo como referente negativo de un proceso bipolar.


Lejos de mi intención el querer denostar, de manera simplista, a unas figuras que bien o mal –más mal que bien-, construyeron a este país. Mitre y Sarmiento, para hacer referencia a dos “íconos” de nuestra historia oficial, fueron personalidades ricas, complejas, originales y, en general, implacables para imponer una concepción de la república. Convengamos que Mitre fue la lápida que aplastó con el peso de su visión parcial de la historia a la conciencia de generaciones de argentinos; pero fue un individuo cuyas cualidades de conductor político e historiador no pueden ser desechadas así como así. Y Sarmiento fue un polemista brillante y un convencido de sus propias ideas, explosivo, fabulador e injusto, pero con algo de esa sinceridad del artista que le impide equivocarse del todo y deja filtrar, por entre los vericuetos de la forma, los ramalazos de la verdadera grandeza a la que aspira.


Merecen por lo tanto figurar, pese a todo, en el panteón oficial de las ideas argentinas. Lo que no significa comulgar con lo que hayan dicho, hecho o escrito. Pero como un país no se construye en base a memorias subjetivas sino en torno de un consenso acerca de su historia, se hace necesario rescatar a sus figuras con sus luces y sus sombras, distanciándonos de la aversión personal que pueden inspirarnos en uno u otro caso, para asumirlos como parte de nuestra personalidad dividida. Sólo así escaparemos a la esquizofrenia que ha distinguido a nuestras batallas políticas durante el siglo pasado.


Ahora bien, volviendo al caso Sebreli, convengamos en que su tajante elección por Borges y Sarmiento como arquetipos de la cultura argentina, arriesga incurrir justamente en ese tipo de planteamiento. ¿Por qué Borges y Sarmiento, y no también Gálvez, Marechal, José Hernández o Arturo Jauretche?


De genocidios, retratos y billetes


Esta predisposición esquizoide vuelve a aflorar por estos días a propósito de un asunto cuya banalidad espanta. Justamente por ser idiota, y porque se coloca fuera de cualquier debate serio en torno del tema a que nos referimos; pero que, dada la incultura histórica ambiente, es capaz de salirse con la suya. El progresismo light se la ha tomado con la figura de Roca, cuya efigie se quiere borrar de los billetes de 100 pesos para reemplazarla por la de Juana Azurduy. La memoria de la gran guerrillera boliviana-argentina debe desde luego ser exaltada. ¿Pero por qué a través de un trastrocamiento de figuras en un billete de banco?


La primera reflexión que salta a propósito de este asunto es por qué Roca y no Mitre. ¿Será porque el peso del aparato cultural y periodístico que cuida las espaldas a este último es muy grande?


Al general Julio Argentino Roca se le imputa el delito de genocidio por la campaña del desierto. Un poco más y los progres al uso querrían juzgarlo en un Nuremberg criollo, sin tomar en cuenta en lo más mínimo los condicionantes culturales y estratégicos de la época en que vivió ese personaje. Las campañas de Mitre, Paunero y otros contra las montoneras, después de Pavón, y sobre todo el casi exterminio del pueblo paraguayo en la guerra de la Triple Alianza, revisten sí las características que las hacen asimilables a esa figura jurídica; pero aparentemente no suscitan la inquietud de nuestros revisionistas de flamante cuño, muy alejados del revisionismo histórico que cumpliera una enorme función fecundante a lo largo de todo el siglo XX argentino. La progresía no se mete pues con Mitre, exponente del porteñismo primero secesionista y luego invasor del país para acomodarlo a sus intereses de clase, sino con quien justamente nacionalizó a Buenos Aires, acabando con sus pujos independentistas. Pero sobre todo embiste contra el militar que le dio al país la mitad del territorio que actualmente ocupa. Con lo cual en gran medida anuló el apotegma sarmientino que rezaba que “el mal que aqueja a la Argentina es su extensión”.


Como si los norteamericanos, tan admirados por el sanjuanino, se hubiesen sentido intimidados, en esos mismos años, por las grandes praderas y los espacios vacíos del Lejano Oeste…


El imperialismo y su herramienta favorita, el terrorismo mediático, han fabricado la figura de “los pueblos originarios”, que habrían sido víctimas de un exterminio masivo. Esto es relativamente cierto en el caso de Estados Unidos y, también de los primeros siglos de la colonización española, durante los cuales se mató y sobre todo se redujo a la servidumbre a millones de indígenas. Pero nuestros progresistas a la violeta olvidan mencionar que, en el caso español y portugués, esos episodios fueron acompañados por un gigantesco proceso de mestización, que dio lugar a una civilización nueva, la iberoamericana, cuya cualidad porosa la hace muy apta para asumir las tareas de un mundo actual que se distingue por la necesidad de una acelerada integración de las razas. Por muy mal que caiga esta interpretación a los profetas de “la guerra de las culturas”, interesados en fomentar el divisionismo de las masas del Tercer Mundo o de los clanes étnicos y confesionales del Cáucaso, el Medio Oriente, Latinoamérica y los Balcanes, para mejor someterlas a la voluntad imperial.


Nuestros campeones de la autoctonía resultan ser, de este modo, campeones inconscientes de las políticas imperialistas. Por otra parte, los lacrimosos defensores de los “pueblos originarios” tienden a olvidar que la teoría del “buen salvaje”, de Rousseau, es una fábula, no menos edulcorada que la del “buen revolucionario” que fue su consecuencia. No había tales pueblos originarios –a menos que nos pongamos a buscar su rastro en la Polinesia o a través del estrecho de Bering-, y sus costumbres, en muchos casos, distaban de ser amables. Basta recordar la complicada factura del armamento azteca, concebida para herir a sus enemigos en batalla más que para matarlos, a fin de hacer prisioneros y ofrecer luego masivos sacrificios humanos a los dioses...


En una escala mucho menor y más próxima a nosotros, basta evocar el terror a los malones generados por las dispersas tribus indígenas de nuestro país, para reivindicar la necesidad de la campaña de Roca. Esa frontera imprecisa y esa amenaza persistente –detrás de la cual se podía ocultar el interés de Chile o de alguna potencia ultramarina hacia la Patagonia- determinaron la Conquista del Desierto, dura en sus procedimientos, por cierto, pero bastante alejada del carácter sistemático y despiadado que los norteamericanos imprimieron a sus guerras indias.


Nuestra progresía tiene una irreprimible vocación para enamorarse de las causas inexistentes. Se indigna frente al militar y estadista que, en última instancia, unificó al país y acabó con las guerras civiles (aunque bajo sus gobiernos se hayan consolidado las bases de la república oligárquica), y no se acuerda de las atrocidades cometidas por el unitarismo y el mitrismo que fueron, en definitiva, el principio eficiente del cual se desprendería luego la organización roquista de la nación argentina, que representaría un compromiso a cuyo reparo esta crecería hasta niveles más que respetables.


Nuestra progresía se extasía y se subleva, simultáneamente, ante la innegable marginación de ciertas minorías indígenas; pero no se acuerda de la devastación del país interior como consecuencia del accionar de la “civilizada” Buenos Aires contra la “barbarie” gaucha; se enfurece ante los crímenes de la última dictadura y hace bandera con la piel del león muerto cuando consigue que algunos personeros de ese período nefasto sean con justicia llevados ante los tribunales, pero no suele preocuparse de la misma manera por el vaciamiento producido en el país durante el lapso que va de 1975 al 2001, durante el cual se produjo un verdadero genocidio social, cuyos personeros andan libremente por la calle o calientan algunas bancas en el Senado.


Los íconos de la mitología popular argentina no pueden fabricarse por decreto. En esto podemos coincidir parcialmente con Sebreli. Pero, más allá de la pertinencia o no de elegir a las figuras de Evita, Maradona, Gardel y el Che, para representar al país en una feria del libro, no hay duda que pertenecen a una corriente popular que está presidida por una continuidad que va de San Martín a Rosas, a Irigoyen y a Perón. Eso es lo que irrita a Sebreli. Esa continuidad ha sido atacada o silenciada por la cultura artificial irradiada desde la Ciudad Puerto: desde la ciudad fenicia, la de la burguesía compradora crecida en connubio con el imperialismo. Pero esa corriente popular es resistente y no se la ha podido desarraigar del instinto más recóndito de las masas.


Ahora bien, de nuestra cultura tampoco se puede expulsar tampoco a la corriente expresiva del sentir opuesto, la encarnada por Borges o Sarmiento, pongamos por caso, aunque ella deviene de una forma de sentir al país que se asienta en un equívoco arrogante respecto a la naturaleza de este. Lo quiere acorde a su propia, importada y pretendidamente culta comprensión de las cosas, fruto de la generación de una conciencia falsa que resulta de la necesidad de justificar éticamente la actuación de intereses económicos muy concretos.


Pero, como decíamos al principio, una conciencia falsa puede generar productos genuinos. El Facundo de Sarmiento vivirá en las letras argentinas como expresivo de una comprensión tortuosa del país, cuya potencia le permite sin embargo superar ese límite y brindar, junto a la fabulosa representación del caudillo, un autorretrato de sus enemigos que bien puede revertir los términos de la ecuación del título, hablándonos más bien de la barbarie de una civilización que, en vez de esforzarse por interpretar al terruño y ayudar a sus pobladores a incorporarse, se erigió en juez y verdugo de estos.


En una ocasión quien esto escribe trató de sintetizar su sentir frente a este universo problemático, signado por la escisión y el enfrentamiento, en una metáfora. Puede ser que alguna vez, con el correr del tiempo, los argentinos de buena voluntad podamos acordar los polos de este universo polémico, reconociéndonos en ellos para realizar la síntesis que es necesaria para que podamos asumir nuestro desgarramiento y tornarlo en una conciencia activa para superarlo. En ese momento podremos unirnos sin negar nuestra procedencia, como se junta el follaje en la copa de un árbol hendido por el rayo.


http://www.enriquelacolla.com

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