miércoles, 15 de septiembre de 2010

HAITI

Lo único que soy capaz de escribir lo he copiado de alguien a quien se le ocurrió antes. Con el escepticismo en el cuerpo, hace mucho que dejé de creer en conferencias de donantes y demás zarandajas que sirven para una foto y si te he visto no me acuerdo. Haití no es el nombre de un banco ni un paraíso fiscal, por lo que ya pueden darse por jodidos en cuanto las cadenas televisivas dejen de enfocar y por aquí comencemos a discutir sobre si es necesario mostrar la pila de muertos en una plaza o cómo una excavadora los apila. Cinco días quedan para que iniciemos ese debate y olvidemos a las víctimas.
Llámenme derrotista si quieren, pero hagan memoria de cuando fue la última vez que oyó hablar de Haití antes del martes. Ha tenido que ser un terremoto el que nos descubriera que, como Teruel, Haití también existe. A Haití le ha rematado un sismo, pero la pobreza le tenía en la antesala del infierno de Dante.


La maldición blanca





Los esclavos negros de Haití propinaron tremenda paliza al ejército de Napoleón Bonaparte; y en 1804 la bandera de los libres se alzó sobre las ruinas.





Pero Haití fue, desde el pique, un país arrasado. En los altares de las plantaciones francesas de azúcar se habían inmolado tierras y brazos, y las calamidades de la guerra habían exterminado a la tercera parte de la población.
El nacimiento de la independencia y la muerte de la esclavitud, hazañas negras, fueron humillaciones imperdonables para los blancos dueños del mundo.
Dieciocho generales de Napoleón habían sido enterrados en la isla rebelde. La nueva nación, parida en sangre, nació condenada al bloqueo y a la soledad: nadie le compraba, nadie le vendía, nadie la reconocía.
Por haber sido infiel al amo colonial, Haití fue obligada a pagar a Francia una indemnización gigantesca. Esa expiación del pecado de la dignidad, que estuvo pagando durante cerca de un siglo y medio, fue el precio que Francia le impuso para su reconocimiento diplomático.
Nadie más la reconoció. Tampoco la Gran Colombia de Simón Bolívar, aunque él le debía todo. Barcos, armas y soldados le había dado Haití, con la sola condición de que liberara a los esclavos, una idea que al Libertador no se le había ocurrido. Después, cuando Bolívar triunfó en su guerra de independencia, se negó a invitar a Haití al congreso de las nuevas naciones americanas.
Haití siguió siendo la leprosa de las Américas.
Thomas Jefferson había advertido, desde el principio, que había que confinar la peste en esa isla, porque de allí provenía el mal ejemplo.

La peste, el mal ejemplo: desobediencia, caos, violencia. En Carolina del Sur, la ley permitía encarcelar a cualquier marinero negro, mientras su barco estuviera en puerto, por el riesgo de que pudiera contagiar la fiebre antiesclavista que amenazaba a todas las Américas. En Brasil, esa fiebre se llamaba haitianismo.
(Parcialmente tomado a partir de un texto de Galeano, en su libro “Espejos”)

Los pecados de Haití

La democracia haitiana nació hace un ratito. En su breve tiempo de vida, esta criatura hambrienta y enferma no ha recibido más que bofetadas. Estaba recién nacida, en los días de fiesta de 1991, cuando fue asesinada por el cuartelazo del general Raoul Cedras. Tres años más tarde, resucitó. Después de haber puesto y sacado a tantos dictadores militares, Estados Unidos sacó y puso al presidente Jean-Bertrand Aristide, que había sido el primer gobernante electo por voto popular en toda la historia de Haití y que había tenido la loca ocurrencia de querer un país menos injusto.

El voto y el veto Para borrar las huellas de la participación estadounidense en la dictadura carnicera del general Cedras, los infantes de marina se llevaron 160 mil páginas de los archivos secretos. Aristide regresó encadenado. Le dieron permiso para recuperar el gobierno, pero le prohibieron el poder. Su sucesor, René Préval, obtuvo casi el 90 por ciento de los votos, pero más poder que Préval tiene cualquier mandón de cuarta categoría del Fondo Monetario o del Banco Mundial, aunque el pueblo haitiano no lo haya elegido ni con un voto siquiera. Más que el voto, puede el veto. Veto a las reformas: cada vez que Préval, o alguno de sus ministros, pide créditos internacionales para dar pan a los hambrientos, letras a los analfabetos o tierra a los campesinos, no recibe respuesta, o le contestan ordenándole: -Recite la lección. Y como el gobierno haitiano no termina de aprender que hay que desmantelar los pocos servicios públicos que quedan, últimos pobres amparos para uno de los pueblos más desamparados del mundo, los profesores dan por perdido el examen.

La coartada demográfica  A fines del año pasado cuatro diputados alemanes visitaron Haití. No bien llegaron, la miseria del pueblo les golpeó los ojos. Entonces el embajador de Alemania les explicó, en Port-au-Prince, cuál es el problema: -Este es un país superpoblado -dijo-. La mujer haitiana siempre quiere, y el hombre haitiano siempre puede. Y se rió. Los diputados callaron. Esa noche, uno de ellos, Winfried Wolf, consultó las cifras. Y comprobó que Haití es, con El Salvador, el país más superpoblado de las Américas, pero está tan superpoblado como Alemania: tiene casi la misma cantidad de habitantes por quilómetro cuadrado. En sus días en Haití, el diputado Wolf no sólo fue golpeado por la miseria: también fue deslumbrado por la capacidad de belleza de los pintores populares. Y llegó a la conclusión de que Haití está superpoblado... de artistas. En realidad, la coartada demográfica es más o menos reciente. Hasta hace algunos años, las potencias occidentales hablaban más claro.

La tradición racista Estados Unidos invadió Haití en 1915 y gobernó el país hasta 1934. Se retiró cuando logró sus dos objetivos: cobrar las deudas del City Bank y derogar el artículo constitucional que prohibía vender plantaciones a los extranjeros. Entonces Robert Lansing, secretario de Estado, justificó la larga y feroz ocupación militar explicando que la raza negra es incapaz de gobernarse a sí misma, que tiene "una tendencia inherente a la vida salvaje y una incapacidad física de civilización". Uno de los responsables de la invasión, William Philips, había incubado tiempo antes la sagaz idea: "Este es un pueblo inferior, incapaz de conservar la civilización que habían dejado los franceses". Haití había sido la perla de la corona, la colonia más rica de Francia: una gran plantación de azúcar, con mano de obra esclava. En El espíritu de las leyes, Montesquieu lo había explicado sin pelos en la lengua: "El azúcar sería demasiado caro si no trabajaran los esclavos en su producción. Dichos esclavos son negros desde los pies hasta la cabeza y tienen la nariz tan aplastada que es casi imposible tenerles lástima. Resulta impensable que Dios, que es un ser muy sabio, haya puesto un alma, y sobre todo un alma buena, en un cuerpo enteramente negro". En cambio, Dios había puesto un látigo en la mano del mayoral. Los esclavos no se distinguían por su voluntad de trabajo. Los negros eran esclavos por naturaleza y vagos también por naturaleza, y la naturaleza, cómplice del orden social, era obra de Dios: el esclavo debía servir al amo y el amo debía castigar al esclavo, que no mostraba el menor entusiasmo a la hora de cumplir con el designio divino. Karl von Linneo, contemporáneo de Montesquieu, había retratado al negro con precisión científica: "Vagabundo, perezoso, negligente, indolente y de costumbres disolutas". Más generosamente, otro contemporáneo, David Hume, había comprobado que el negro "puede desarrollar ciertas habilidades humanas, como el loro que habla algunas palabras".

La humillación imperdonable  En 1803 los negros de Haití propinaron tremenda paliza a las tropas de Napoleón Bonaparte, y Europa no perdonó jamás esta humillación infligida a la raza blanca. Haití fue el primer país libre de las Américas. Estados Unidos había conquistado antes su independencia, pero tenía medio millón de esclavos trabajando en las plantaciones de algodón y de tabaco. Jefferson, que era dueño de esclavos, decía que todos los hombres son iguales, pero también decía que los negros han sido, son y serán inferiores. La bandera de los libres se alzó sobre las ruinas. La tierra haitiana había sido devastada por el monocultivo del azúcar y arrasada por las calamidades de la guerra contra Francia, y una tercera parte de la población había caído en el combate. Entonces empezó el bloqueo. La nación recién nacida fue condenada a la soledad. Nadie le compraba, nadie le vendía, nadie la reconocía.

El delito de la dignidad Ni siquiera Simón Bolívar, que tan valiente supo ser, tuvo el coraje de firmar el reconocimiento diplomático del país negro. Bolívar había podido reiniciar su lucha por la independencia americana, cuando ya España lo había derrotado, gracias al apoyo de Haití. El gobierno haitiano le había entregado siete naves y muchas armas y soldados, con la única condición de que Bolívar liberara a los esclavos, una idea que al Libertador no se le había ocurrido. Bolívar cumplió con este compromiso, pero después de su victoria, cuando ya gobernaba la Gran Colombia, dio la espalda al país que lo había salvado. Y cuando convocó a las naciones americanas a la reunión de Panamá, no invitó a Haití pero invitó a Inglaterra. Estados Unidos reconoció a Haití recién sesenta años después del fin de la guerra de independencia, mientras Etienne Serres, un genio francés de la anatomía, descubría en París que los negros son primitivos porque tienen poca distancia entre el ombligo y el pene. Para entonces, Haití ya estaba en manos de carniceras dictaduras militares, que destinaban los famélicos recursos del país al pago de la deuda francesa: Europa había impuesto a Haití la obligación de pagar a Francia una indemnización gigantesca, a modo de perdón por haber cometido el delito de la dignidad. La historia del acoso contra Haití, que en nuestros días tiene dimensiones de tragedia, es también una historia del racismo en la civilización occidental.

Eduardo Galeano

http://www.patriagrande.net



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