martes, 5 de octubre de 2010

Crónica de un Médico en la Guerra civil de Angola. Dr. Jorge Caravotta

Diario de misión
Angola, Septiembre 1992


En Bailundo todo era...

por Jorge Caravotta (UNICEF health specialist)

Hermoso y mágico... Sus pequeños cerros que asomaban como niños jugando en el inmenso universo del color. Sus amaneceres que despertaban a una comunidad conocedora del sacrificio del trabajo bajo el intenso sol . Sus mañanas coloridas de mercado. Sus danzas tribales recibiendo el nuevo día. Sus pinceladas de tierra roja puestas por la sabia mano de la naturaleza. Sus negras mujeres cargando con ramas y niños sobre sus frágiles cuerpos. Sus hombres trabajando en el espeso y cruel mato. Y sus sabios ancianos deliberando enfáticamente en las plazas, testigos silenciosos, después de toda una vida, del ocaso del día.

Y llegaba la oscuridad retirándose a sus humildes aldeas, cocinando lo que había, compartiendo con arroz el transcurso de sus días, las noches les ofrecían un profundo descanso en sus agitadas vidas.

Hasta que llegó, la terrible plaga que llamamos guerra. Arrasando y desvastando con todo, todo lo que podía crecer, todo lo que podía vivir, todo lo que podía amar, todo lo que podía jugar... el día se puso de luto, negros nubarrones cubrían el cielo, miles de cientos de kilómetros fueron incendiados sin pudor, sin temor. Sus animales corrían desesperadamente en busca de aire, teniendo que morir en el cementerio viviente, que es lo único que ofrece una guerra. Miles de refugiados caminaban rumbo a lo desconocido. Hombres, mujeres y niños comiendo hierba en el minado camino. Todo un sin razón, todo sin temor, la locura destructiva puesta al servicio del poder. Armas, bombas, minas, fustigando, quemando vidas, destrozando intensos amores, sembrando rencores, despedazando anhelos, destrozando impunemente corazones.


Y todo lo bello se transformó, en todo lo horrendo, en un abrir y cerrar de ojos. Miles de cientos de ellos que claudicaron sin haber conocido si quiera el transcurso de un nuevo día. Miles de cientos que fueron testigos de lo nunca nadie, jamás quisiera ver. Oídos sordos ante las súplicas. Brazos inocentemente levantados ante las armas. Destructiva paradoja de la vida.

Bailundo.

Tenía que comenzar de cero. Recién llegaba. Era mi primera misión en el África para Médicos sin Fronteras que durante años contribuyeron con misiones en toda la Angola negra.

Bailundo... lo vi por primera vez en una pequeña foto colgada de un mapa, en la oficina de Bruselas. Bárbara, la coordinadora en Bélgica de la Misión Angola, me señaló en el mapa la foto, la silueta del perfíl de Angola, un pequeño punto llamado Huambo en ese entonces la provincia de la capital, y un sin número de informes que narraban la situación en aquel país. Era mi primer contacto con Europa, con el francés desconocido, con el inglés mal hablado, y con mi portugués a medias. "Tenés que llevarte un ordenador, 45.000 dólares para ser entregados en la administración de la misión, y todo el correo que haya para los voluntarios que allí trabajan", me dijo en su mejor inglés, salpicado con desconocidas palabras en holandés, y un adiós en español.

Fui a la administración, allí me recibió un gentil hombre, que al verme se puso de pie estrechándome su cálida mano. ¿Quién sos?... me preguntó.



Deliberadamente evite la respuesta, diciéndole solamente que iba en busca de los 45.000 dólares, que ya tenía informado. Rápidamente comprendió y abriendo su caja fuerte tomó un sobre, que inmediatamente guarde en mi bolsillo. "Detente"... me dijo, tienes que contarlos antes para poder firmar aquí, señalándome un recibo. Ayúdeme con esto, le pedí, entregándole un cuantioso fajo al azar que rápidamente comenzó a contar. Él terminó con lo suyo, y yo, seguía con lo mío, que no era mío, y me pesaba en la incertidumbre de saber si eso llegaría a su destino final, no teniendo ninguna garantía. Contamos, firmé, y con una amplia sonrisa, me despidió observándome a mis ojos que lo miraban fijamente.



Tenía que entrevistarme todavía con la gente de logística, recursos humanos, biblioteca, y conocer en los pasillos el eventual y esporádico relato de algún "regresado de la misión" que sonreía feliz en su "vuelta a su dulce hogar". Era demasiado para un solo día, y así fue como al mediodía, decidí tomarme un descanso en mi lugar de paso, la casa de Michel, coordinador de la misión en el Perú y mentor de mi viaje al Africa. Tenía un pequeño cuarto con muy poca luz en una antigua y lúgubre casa. Llovía torrencialmente, descargándose tormentosamente una pequeña y cruel gotera de agua sobre mi cama. Tenía los minutos contados para regresar a la oficina... o a Perú. Si, quería volver hacia atrás, estaba asustado como un niño, lejos de lo desconocido, lejos de los "míos", lejos de mí.

El hermano de Michel un urso alto y largo, bromeaba constantemente friccionándome al máximo, tal vez sin saberlo, mis miedos, y mis ganas de volver. Decía: "Los negros te van a comer, ¿Porqué no te quedaste en el Perú con mi hermano y su mujer, mira que los del Sendero, éste Luminoso, son más buenos que esos negros que ya verás". Con un diccionario en mano y tratando de entender su retorcido Flamenco-francés, sonreía tímida y débilmente ante las carcajadas sarcásticas de tan cruel y compasivo humano, que tenía una madre que amorosamente chasqueaba con su mano en la cabeza de éste, cuando él reía bestialmente. Me recibieron con mi mejor cara, y me despidieron con mi peor cara en el aeropuerto.

Estaba todo listo, mi mochila de campaña verde recuerdo del imborrable Perú en los tiempos de Cólera, el maletín camuflado con el ordenador y el dinero, un paquete lleno de correo, chocolates belgas, y un Whisky para todo el equipo. Conscientemente evitaba escuchar una parte mía que me decía: "Cuando llegue el momento podes cambiar de ticket y desaparecer". Esa voz me acompaño como una sombra, hasta que me vi empujado a entregar aquél ticket en Sabena, que me llevaría rumbo hacia la Angola negra.


Durante el viaje y a mis espaldas sentía el casi incomprensible murmullo de dos hombres de color trajeados que viajaban con el mismo rumbo, quería entrar en charla, pero mi primitivo y escaso portugués producía una brutal conciencia inhibitoria sobre mis sentidos... llegando a confundir palabras, mensajes, interpretaciones, gestos, que decantaban acentuando en mi, el miedo a lo desconocido. Las primeras imágenes de la Angola aérea dejaron de ser ciertamente lo que yo esperaba. A lo lejos y sobre un manto de tierra cruda roja, se divisaban pequeños reflejos plateados producidos por las chapas de los techos de las casas. Al perder un poco de altura, y pegándome a la ventanilla, pude observar los techos de paja de las aldeas cercanas a la Luanda, capital de Angola. Un diminuto desfile de colores se movía lentamente cerca de las costas del Atlántico. Para mi asombro y desilusión, no había ni verdes prados selváticos, ni elefantes correteando por la selva...¿y esto es Angola? me pregunté, el África que yo había soñado, se derrumbo inmediatamente con aquel cruento y violento aterrizaje a tierra.


Al descender por la precaria e insegura escalinata del aeropuerto, divise a lo lejos una familiar calcomanía roja que me acompaño durante mucho tiempo. Enseguida paré y alzé mis brazos, estorbando el tránsito de desconocidos en medio de la escalinata, me respondieron con un seco pero firme brazo en alto. Un negro, el motorista de la camioneta, me recibió cordialmente. ¿Y los otros donde están? pregunté, trabajando, me respondió riendo. Mi susceptibilidad estaba al borde de la paranoia. ¿Cómo, se está riendo de mí?... sabía que no, pero sentía que sí.


Nos dirigimos en silencio rumbo hacia las oficinas de M.S.F, cruzando en el camino amputados, mendigos, ladrones, militares, prostitutas, desnutridos, desvalidos, moribundos... y muertos en las calles. Soldados, sentenciados, prisioneros, gente danzando, gente gritando, peleándose por el agua y por el pan... en las cálidas tardes de la negra Angola.


El primer rostro que recuerdo es de Isabel, una simpática muchacha angolana que trabajaba como secretaria del Coordinador general. Había dos secciones de M.S.F, los españoles y los belgas, tenían una misión en común pero luego de tiempo y por las diferencias de "ideología en terreno", decidieron separarse, éste fue el primer comentario acerca de las internas de los M.S.F... algo así como una panorámica general.


Era mediodía y me invitaron a almorzar en el patio-comedor, el almuerzo entre españoles y belgas confirmó aquél comentario. Un menú lingüístico entre, el portugués, francés, inglés, español y algún que otro comentario en el incomprensible Umbundu, uno de los tantos dialectos Angolanos. Compartía mi atención entre los saludos, las preguntas, los cálidos rostros de bienvenida, y el pescado frito con porotos del primer día. Tenía un día suficiente como para tener un briefing con el Coordinador general, y partir rumbo a Huambo. Dejé mis cosas en el lujoso y confortable departamento del coordinador, y salimos en su auto a dar unas vueltas mientras tanto me hablaba en inglés sobre el trabajo que deberíamos hacer con Michel en Bailundo.


Bailundo...


Eran las 7, y habíamos viajado durante tres horas la ruta que comunica la cuidad de Huambo con Bailundo, estábamos cansados, Michel durmió todo el viaje. Pablo el motorista, cuidaba el andar despacio en el aquel camino poceado por las minas antipersonales. Su atención estaba clavada en el suelo, aferrándose al volante con los brazos semiflexionados.


Respondía con su cabeza, a las preguntas que le hacía, por cada pozo mal tomado gesticulaba ferozmente mostrando sus dientes y achicando sus hombros. Algunos tramos del camino eran solo de tierra y escombros, casas abandonadas, otras destruidas por las bombas, paredes caídas enteras utilizadas por las mujeres para pisar maíz...pisaban cantando, con el ritmo del mortero de madera, su milho de maíz. Niños jugando a las escondidas entre los escombros. Puestos de guardia en las escuelas abandonadas. Militares acantonados en los campos. Sonidos de balas perdidas. Camionetas con vidrios negros, a toda velocidad. Pájaros exóticos volando. Bananeros henchidos por el sol. Hileras de caminantes. Espacios vacíos. Ruta, verde y monte.

El sol caía cuando llegamos y poco pude ver aquella primera tarde. Michel bajó de la camioneta con su rostro disecado por el sueño y por la incómoda posición en la cuál había viajado, paquetes, correo, medicamentos, comida en lata para 15 días, bolsos, bolsas, cajas, era nuestro equipaje de toda una corta vida en el desolado desierto de la África mía. Allí está, ese es, hizo un gesto, señalándome una tremenda mole de despintado y arrugado cemento blanco-rojizo resquebrajado en su frente por las bombas que impactáron alguna vez dejando huecos abiertos, en la fachada de aquel viejo y abandonado hospital. Dejé lo que tenía en mano y rápidamente corrí para conocerlo, mis primeros y débiles pasos se enlentecieron al entrar, silencio abismal, el sol se filtraba a través del techo marcando con ases de color el camino del pasillo. Los techos rotos, ruidos y nidos de murciélagos internados en los oscuros huecos de las paredes, indestructibles y añejos caldos de cultivo.


Nadie para recibirme... Decidí seguir a una niña descalza que andaba lentamente por el pasillo, ella sin saberlo me estaba invitando a conocer el lugar. Entró en la sala de adultos y se sentó en el suelo donde estaba, tirada su madre, sin sábanas ni colchones, todo era por gestos, por señas, nadie hablaba, todos nos mirábamos. Once pacientes sin camas, lanzas transparentes de vidrios rotos en el suelo, comprimidos coloridos desperdigados, marcos desmarcados, otra sórdida e interminable noche que se avecinaba. Baños con daños. En la otra sala, una antigua mesa amputada y una raquítica silla, eran escenario de cientos de consultas diarias.

Llegaba la noche, cuando un grito de mujer me estremeció...con todo mi cuerpo trate de seguir el eco del aquél naciente sonido, que una y otra vez resonaba retardado en mi interior. Los crudos olores indicaban los sutiles cambios de ambiente en los negros y desolados pasillos.


Un paciente se acercó ofreciéndome en silencio su pequeño candelero, una latita de conserva con algodón y fuego en su punta. Mi tenue luz naufragaba en la inmensa e interminable oscuridad, meciéndose en las salas vacías, en busca de almas perdidas. Hasta que una ráfaga de luz proveniente de la pequeña sala de partos se fundió con el halo de mi lámpara prestada. Un grito seco de parto me dio finalmente, la tan ansiada bienvenida.


Una mujer en cuclillas se aferraba a los viejos y oxidados barrotes de la cama balanceándose lentamente cuando cedía el dolor. Un pañuelo blanco marcaba los límites del imperturbable y arrugado rostro de la vieja comadre Teresa. Puja, puja... fórza, faz caca , le decía en su dialéctico y negro portugués, apretando levemente el vientre de aquella mujer en oscuro y ruidoso trabajo de parto. Gasas ordenadas por el piso, tijera, yodo, y todo lo mínimo, para recibir a un nuevo llanto con alegría desmedida.


Oscuridad y lugar de muerte, donde nacen nuevas vidas.

Ese fue el inicio de un trabajo de 7 prematuros meses codo a codo con el negro horror, la miseria bien nutrida, los niños desnutridos, las madres deslumbradas, los hombres adormecidos, los ancianos resignados, los locos marginados, los mercados apagados, los rifles bien cargados, los militares desalmados, la paz ausente, la vida agonizante, y la muerte eterna.


Nuestra casa estaba ubicada frente al hospital. "Esta es una de las pocas que quedaron de pié, en este lugar vivían los maestros de la escuelita, que fueron evacuados por la Cruz Roja... luego y como te imaginarás fue tomada por la guerrilla, y finalmente terminó en manos del gobierno... y ahora estamos nosotros"... dijo Michel sonriendo mientras colocaba tomates en el refrigerador.


La entrada tenía un pequeño jardín donde florecía lentamente un cactus con pequeñas flores blancas, un bajo paredón con rejas, una reja en la ventana, y en la puerta dos escalones donde me sentaba para observar el atardecer. Sol rojo-anaranjado encendiendo los verdes y tristes prados. Mi habitación daba a un inmenso espacio del cielo, recibiendo las suplicantes plegarias negras. El living-comedor testigo del compartir sal, enseñanzas, discusiones, música, llantos y silencios. La sala de radio desde donde todas las mañanas hacíamos el contacto con la coordinación regional en Huambo, y general en Luanda un crisol de idiomas, pero finalmente los mensajes llegaban eludiendo con cambios de canales, las torrenciales interferencias que llovían en tiempos de guerra. La misión de militares veedores desarmados de la O.N.U, se encargaba de patrullar los acantonamientos militares donde estaban los soldados de la U.N.I.T.A, todavía bien armada. Era junio y las elecciones serían en septiembre, para ese entonces todos los militares deberían estar... descantonados, entregadas sus armas, sus campos desarmados, porque serían las primeras elecciones generales de toda la Angola.


Y todo comenzó en aquella primera mañana, mi primer día lejos de la tecnología, las interconsultas, los ateneos, las cátedras, y las prácticas.


Estábamos solos... estaba solo, solo con mis manos, mi olfato, y mi tacto, solo... con la olvidada semiología, sordo... de emergencias desmedidas, con los casos de pediatría, con las reducciones de la traumatología, con las intervenciones de la cirugía, haciendo lo que podía, día tras día, estudiando, practicando, solo... ejerciendo, solo asumiendo, solo posponiendo leves casos, solos... con abscesos, úlceras, gangrenas, mutilados, amputados, kwashiorcor, marasmo, edemas, malaria, síndromes febriles, cefaleas, coma por malaria, quistes, tuberculosos, paludismo resistente a la cloroquina, a la quinina, diarreas.


Solos... con el de 70% de desnutridos, con el 90% de las consultas de adultos por paludismo, con el 60% de los curativos para intervenir quirúrgicamente, solo...con los quemados, con úlceras mal curadas, con la enfermedad del sueño, con síndromes de mala absorción, con déficit vitamínicos, con el escorbuto, con el herpes zoster, con el sarampión, con la varicela, la rubéola, solo...con viejos casos de viruela, con la lepra lepromatosa, la sarna, la fiebre, la tifoidea, las meningitis, las hepatitis, las apendicitis, los quistes hidatídicos, las neumonías.


Solos, parando, avanzando, gimiendo y llorando... juntos con las embarazadas, los partos, solo con las sinfisectomias, gritando con la ventosa, cabalgando en los vientres de las jóvenes madres, en cuclillas... solos y juntos, arrodillados.


Cuando llegué me recibió Don Jerónimo, el técnico básico, análogo a un enfermero graduado de la gran cuidad, el había sido "castigado" por las autoridades del hospital regional en Huambo y luego enviado al hospital de Bailundo como local responsable. Vivía con su familia en una pequeña aldea a pocas cuadras del Hospital, hacia sus reportes diarios en una pequeña libreta y llegaba al Hospital en una vieja bicicleta.


Me invitó a una gran sala con unos bancos, un escritorio de vieja madera, un par de sillas y una balanza, esa era la sala de espera. Al entrar todo el personal del hospital y Michel me estaban esperando, sin comprender me senté tímidamente al lado de una joven muchacha asintiendo en silencio con mi cabeza, ante las curiosas miradas de color.


Michel observaba con una ascendente mueca en su rostro, al verme sentado don Jerónimo miró la silla central del escritorio haciénome señas para que la ocupara. Sintiendo el ridículo me señalé a mi mismo e inmediatamente, todos soltamos una feroz carcajada que nos relajo ante tan tensa situación. El responsable se presentó y les cedió la palabra a cada compañero de trabajo. Doña Teresa la comadre partera, un viejo rostro caoba arrugado, ojos negros, 7 hijos, no tenía ningún curso de capacitación en su haber, le debían miles de partos atestiguados en las huellas de sus manos, habiendo trabajado en el hospital, desde su construcción en el 46. Rosalía, una joven y fresca morena, ojos negros saltones, grandes dientes perlados, boca amplia, 24 años, hacia todos los partos con su niño en brazos, regalándome su amplia sonrisa.


Hombres y mujeres con trapos y viejas escobas en sus manos, cerca de la entrada, tímidos, expectantes rostros de bienvenida... los de limpieza. Dos viejitos negros, enfermeros, con problemas de vistas, desvistieron sus cálidas manos en una tenue y cordial sacudida. Los dos de "curativos, jóvenes, amables", en intermitentes e interminables guiñadas de ojos. Los dos desnutridos "nutricionistas", con balanza y centímetro en mano. La técnica en pediatría, el técnico en niños, negro, alto, azulcobalto. El bajito logista, "un capo", todo sí,,, y sí era!!!. Antero, el querido guarda de la casa, participando también de aquella primera e inolvidable reunión y Don Pablo el motorista que cerró la puerta de la espera dándome, sin saberlo, la señal de tan ansiada entrada."Todos juntos, de lo mejor de cada uno,,, para todos".


Las primeras semanas trabajábamos entre el lodo, tierra, y barro, entre complicadas infecciones intrahospitalarias por salmonella y clostridium, dos inseparables huéspedes de todo cautivante y cultivante lugar que les ofreciera una cálida bienvenida. Guerreamos con toda nuestra disponible y débil artillería, sin poder sacarlas del gigante paso que nos separaba del hospital aséptico.

Limpieza...

Una mañana, me remangué, le pedí un cepillo a una vieja mujer, y en un brote desaforado comencé a limpiar las paredes. Sin darme cuenta, y siendo absorbido totalmente por aquella cruel mancha, la mujer llamó silenciosamente a los enfermeros y a sus compañeros de trapo. ¿"Doctor, que ésta a facere..? Impávidos, rostros llenos de sorpresa, Don Jerónimo testigo detrás de toda la manifestación de curiosos transeúntes hospitalarios..."Esto a limpiare!!!, respondí sacando la brutal costra de negro y verde moho añejada e incrustada por los años, en la pared de pediatría. Rápidamente la mujer y un grupo de limpiadores y madres de niños internados, comenzaron a seguir lenta y certeramente los pasos de aquél viejo cepillo que furiosamente rasqueteaba la enmohecida podredumbre de la pared. "Tenemos una semana de limpieza general y luego haremos mantenimiento, todos los santos de cada día", pero "tenemos muy poco", replicó la encargada del alud de limpieza. "no se preocupen, por hoy con lo que tenemos, en esta semana prometo habrá más", dije con cepillo en mano, quedando poco de aquella débil y agonizante huella. Los pies de los gigantes asomaban pidiendo tregua, nuestros ojos les apuntaban pidiendo espera. Pisadas en las paredes, marcadas de olvido, ¿Dónde estarán sus cabezas?...En sus tremendos pies de elefante... con certeza!!.


Día tras días, rostro tras rastros, paso a traspasos, nubes de ciclos... cientos de días.


Los restos de los pies gigantes desperdigados en todas las salas, descansaban penosamente como fantasmas, en el cementerio de las grises y alegres paredes. Un centenar de artículos de limpieza llegaba con quejas desde Huambo. La coordinación central estaba curiosa por saber si aquél dichoso cargamento sería alegremente rematado en los negros mercados. Chistes, bromas, paradojas de todo tipo y clase desplegando sus amplias y espinosas alas por los aires radiales. Las mañanas estaban llenas de críticas, que terminaban con el cambio y fuera..., transmisiones erguidas, firmes, marcando el lento paso de aquellos días. Sudor, calor, dolor, dejando huella en los intransitables caminos de la Bella y Durmiente Diosa negra. Clamor en sus brazos, de miles de niños desnutridos, muertos de pan y lágrimas en sus tiernos ojos malheridos. Manos juntas y abiertas en busca de pan o algo para saciar su sed de hambre. Feroz impotencia humana y mundana...nada que hacer, solo mecer... solo mecerce y no adormecerse en los letales y largos vahos de la diosa guerra, que siembra alerta, y cosecha muerta. Despiadada paradoja. Más vivos que nunca, listos para matar y morir no siendo ningún honor para ellos, el ver cientos de hermanos negros besando el suelo con sus párpados cerrados para siempre.


Qué más...


Nada más.


Solo más... por menos queda, y no es la lógica matemática que baraja estas cifras, que caen por miles de cientos, llenando las bolsas de los encumbrados ricos, que gatillan cuentas en un rosario de diamantes, en sus alcobas de lujo.


Se viene...


Los sábados solíamos preparar un pequeño pick-nic para ir al río del puente caído, después de haber hecho las consultas por la mañana, y habiendo pasado por el negro mercado el día anterior, preparábamos todo para zarpar... una pequeña radiograbadora, algunos cassettes, los almohadones del living, shorcitos, sandalias, latitas, lentes de sol, papel, lápiz, y nos largábamos, 30 kilómetros en subidas y bajadas por la gris ruta, en la blanca Land Rover. Una inmensa verdura celestial tapizaba aquel camino solitario de aventuras, algún que otro negro saludaba el veloz andar de los "turistas locales" A zucu yangui-we, "Dios mío, los doctores sin fronteras de paseo por las altas esferas".

Un poco de música, y vamos rumbo al río del viejo puente derribado, dejábamos la camioneta a unos pocos pasos del abismo, frenada, clavada. Vértigo incesante, manos adheridas a los barrotes del negro paragolpe. El río se deslizaba cayendo entre las vigas retorcidas de lo que fue alguna vez un puente. Un clavado de bombas fue necesario para interrumpir aquél angustiado y aislado paso Lobito- Bengela. Unas solitarias barcas en busca de algún pescado voluntario. Y en la caída del río... dos viejas caras, antes del puente; el rostro de la inmensa quietud, después de él; el rostro de la salvaje tempestad, elegimos un lugar de grandes rocas para estar a pasos del agua. ¿Estará infectada, me podré bañar?, calor solitario, sudor destemplado, temblor insospechado. Nos sumergimos en el intenso sol, bañándonos de él hasta pedir perdón. Perdón por permitirnos estar fuera del hospital unas cuantas horas. Perdón por ponernos rojos como si fuera la última vez. Perdón por enrojecernos frente a los negros locales.

Perdón por nuestra brutal y furiosa transculturación, que como una cruel deforestación, mata... al que la recibe, y al que la paga.


Los domingos eran de voces, una centena de niños cantaban en el coro de la humilde capilla, sus bellos cantos atravesaban las paredes, nada ni nadie podían detener aquel fluir de aquellas voces celestiales que cantaban a capella , ni el sonido de las balas, ni la muchedumbre ciega, un regalo celeste, que me invitaba y llevaba hacia la fuente de donde provenían, y todo mi ser se estremecía, sacudiéndose de dolor... solo escuchar para ser transportado al lugar en donde las palabras nunca jamás pudieron entrar, solo voces, los negros cantos del alma.

Comienzan las clases...

Después de algunas semanas, y al ver las dificultades de los técnicos en las consultas de adultos y pediatría, decidí brindar un tiempo todos los días a la normatización de los diagnósticos y tratamientos, unos 15' antes de comenzar a atender. Nos reuníamos en la sala de consultas de adultos, los técnicos, enfermeros, comadres parteras, y personal de limpieza autoinvitado con escobas y trapos y algún paciente colado. Por las noches diseñaba en unas viejas cartulinas de desgastado color, las enfermedades más frecuentes, con los métodos de diagnóstico más simples, utilizando las manos, tacto,olfato, vista y oído, y los tratamientos rápidos y eficaces para que pudieran ser bien comprendidos por todos. Todas las mañanas de todos los días.

Huambo metrópoli...

Huambo era una especie de cuidad fantasma, cuando andaba por ahí tenía serias dificultades para orientarme, leve sensación de pérdida...las referencias tomadas me daban una mera idea de donde me encontraba, algunas calles en redondo eran suficientes como para empezar a dar varias e incontrolables vueltas apareciendo siempre en mismo lugar, solo para ir conociendo....El inmenso mercado negro cruzado por las vías muertas, la plaza central, la telefónica de Huambo, el campo militar, el búnker de Sabimbi con guardias armados "con sus dientes" de morteros y misiles antiaéreos, el campo militar de la O.N.U con sus incontables patrulleros blancos, el supermarket a cuadras del depósito de logística, el viejo cine sobre la única amplia avenida, el convento de las hermanas esclavas de Dios, el restaurante, la cruz roja, las casas M.S.F, y el boliche bailable "Kandiungo".

Huambo


Como una excusa, la coordinación pedía al equipo Bailundo que los visitáramos, "más frecuentemente", que si había algunos "casos difíciles" en el hospital, podíamos dejarlos, total eran solo dos días", era necesario tener entrevistas para coordinar la logística y la administración de las tres misiones hospitalarias de Huambo, Kaala, Bié y Bailundo.

Frans, el administrador flamenco, Hilde enfermera jefa de vacunación para las tres misiones, Pascal el guitarrista logista belga, Francoise médica de del Hospital de Kaala, Rosalinda la cocinera local, Gloria la médica catalana de Kuito. Los motoristas, logistas, locales , mi compañero de trabajo Michel y su novia que lo acompañaba a todos lados, Bruno el coordinador belga, con su mujer y dos niños.

Huambo...

Dos casas, una a pocas cuadras del campo de la O.N.U, cerca del acceso al aeropuerto, y a unas pocas cuadras del búnker de la U.N.I.T.A, la otra, cerca de "Kandiungo", frente a una plaza, en diagonal a la Universidade, y a una pocas cuadras de la oficina y el Hotel.

Sábado por la noche, "Kandiungo", con Kizomba la danza angolana, día permitido para olvidar y bailar, unas bombitas de colores, un disck-jockey con negra gorra, un encandilante flash, más blancos que negros, las afueras del boliche simulaban a un cuartel, cuadras de carros blancos, con diferentes y variadas calcomanías para elegir, los niños guardas que se agolpaban en las ventanillas pidiendo cuidar tan valioso material. En el amontonamiento, "ellos" no sabían para donde correr y "nosotros" a quién elegir..."Cuídala bien ehhh, Faz favore", "Tudo O.k", sem problemas"..."sem fronteiras".


Música, danza, timidez en los encuentros, descontroladas risotas, enmarañadas conversaciones, entretejidos de color. Todo por una noche, no pasa nada y sin reproches. Michel un fanático de "Kandiungo", que hacia lo posible en Bailundo para que aquellos sábados fueran "sagrados".

Y lo eran, para el y su novia, una alta y esbelta mulata de tierna sonrisa y frágil mirada que cuando podía lo acompañaba a todas partes...y así fue.

La moral no existe, no en tiempos de guerra, no cuando la paz queda embarazada de "ella". El cruel y violento parto de un temible moustro de Muerte, huérfano del Amor, feroz enemigo del Dolor, que con su cuerpo mutilado y sus pies amputados, va retorciéndose por la Tierra, maldiciendo a todo lo está con Vida, sin Temor, sin Compasión.

Una mañana...

después del desayuno de trabajo con el equipo de la misión Angola en Huambo, decidimos ir a la oficina junto con Michel y Pascal a buscar el material de librería que necesitábamos para nuestro hospital, una día distinto, nublado... subimos a la Land Rover y al salir maniobrando del garaje, una feroz estampida de bazuca nos detuvo por completo. Alarmado, mire a Pascal en busca de una respuesta, "No sé en Bailundo, pero aquí estamos muy acostumbrados a los morteritos", dijo mientras palmeaba suavemente a mis espaldas. "Dale vamos!!!", me dijo Michel haciéndome un gesto para que siguiera. ¿Has traído la radio Pascal?, No, no es necesario son solo unas pocas cuadras, de todas maneras en la ofi hay una, y bien potente. Bárbara la desck de Bruselas nos despedía sonriendo con su mano en alto como si nos fuéramos por un largo tiempo, una camioneta con vidrios negros, pasó a toda velocidad, de repente nos vimos envueltos en una espesa nube de polvo rojo que se infiltró por las ventanillas rápidamente.


¿Qué les pasa hoy?...pregunté nervioso. "Es la bienvenida para "el Bailundo team", que hacen los de la U.N.I.T.A, con amor", dijo irónicamente el joven logista dándole poca importancia, a semejante turbulencia. Primera, y salimos lentamente observando, un grupo de diez militares armados con kalashnicov y morteros que cruzaban sigilosamente la plaza escudándose en los gruesos troncos de los árboles, por la calle principal dos camionetas estaban enfrentadas tocando sus paragolpes, no se oían, ni los cantos de pájaros, ni el bullicio de los niños jugando, algunas balas perdidas surcaban el espacio silbando en el aire. "Dale apúrate!!, ya es tarde para volver, vamos a la oficina", Pascal salió de su extranjero letargo, pasándose de un salto a la cabina de la camioneta, "Saca la bandera!!", gritó Michel en furioso pánico, rápidamente saqué mi remera blanca y la sostuve cerca del techo, mientras tocaba a fondo torpe y nerviosamente en el acelerador. Un grupo comando de 30 soldados cruzaba la Universidad apostándose detrás de las amplias columnas, docenas de camionetas con vidrios negros cruzaban las calles estacionando violentamente frente al edificio de las oficinas M.S.F, mujeres y niños bajaban asustados de los móviles corriendo para entrar al Hotel. "Se viene!!!", dije gritando y saltando una gruesa trinchera de verde cemento, para entrar trastabillando en el edificio. Subimos los tres largos pisos a toda velocidad, los morteros comenzaban a sonar, los vidrios del edificio se estremecían resonando en nuestros cuerpos asustados, "Las llaves" grito Pascal, están en la camioneta, "No, vuelvas", le pedí...y en una salvaje patada, abrí la puerta que resonó secamente en la pared, rebotando una y otra vez.

Un terrible estruendo de bazuca sacudió las débiles paredes, obligándonos a caer al piso, "la radio", grito Pascal blancamente desesperado. La oficina tenía tres ambientes, tres mesas, tres sillas, amplios y frágiles ventanales desde donde se podía ver la contienda, y una pequeña mesilla que sostenía a la pesada radio, sin baterías. Me arrastré limpiando el suelo hasta llegar al ambiente de vacunación, una mesa, un amplio ventanal y un paquete de galletas que serían nuestra ración para 48 interminables horas, de sufrida y riesgosa estadía. Un soldado apostado en una gruesa columna detrás del hotel, disparaba su mortero sin piedad a un grupo de soldados atrincherados en los gruesos paredones de la Uni, su cuerpo se sacudía con cada disparo empujándolo un paso hacia atrás y por cada humareda blanca que veía sonreía arreglándose su gorro de luto. Yo espiaba desde la ventana inmóvil temiendo ser alcanzado por "algo" perdido. Michel puteaba en la incertidumbre de no saber cuanto duraría nuestro encierro. Pascal se acurrucaba en las patas de la pequeña mesa de radio. Interminables horas, imprevisibles momentos de angustia y dolor. Dispersión, confusión, extrema cordura necesitábamos para no cometer ninguna locura en tiempos de guerra, ausencia de paz. Llegó la noche y el hambre apretaba, un movimiento de camionetas en la puerta del hotel me sacó del letargo, familias enteras bajaban quebradas en busca de un refugio.

Todo se calmo por un momento. Decidimos bajar lentamente y observar desde la puerta del edificio el fuego había cesado. Pascal estaba inquieto, contraído, Michel a la espera de alguna señal que nos indicara definitivamente que el fuego había cesado. Yo estaba intranquilo y con hambre deseando salir de aquel negro infierno. En el hotel estaban de fiesta, llegamos para la cena, armas por el piso debajo de las mesas, familias enteras de militares cenando en silencio, comandantes, tenientes, algunos soldados y guardias de seguridad ambientaban tan lúgubre lugar de paso. "¿Que se van a servir los Señores?", preguntó el conserje del hotel que hacía las veces de mozo. Nos miramos sorprendidos, pidiendo la carta, murmurando tímidamente, un poco de arroz, calabazas, agua, comida liviana, para un denso y furioso ambiente.


Nos sumergimos en la cena evitando el murmullo de guerra que resonaba en nuestros oídos, a más profundidad, más silencio, pero sabía que eso estaba ahí, intacto, que volvería a verlo, a enfrentarlo, tendríamos que salir cruzando una amplia franja de soldados que disparaban sin ton ni son, una larga y alocada carrera con una única meta, nuestra salvación.


Estábamos destrozados y nos queríamos enteros, estabamos heridos y nos creíamos curados, dolidos creyéndonos a salvo. Temerosos por no poder escapar de aquella cruel y ajena trampa que nos empujaba pidiéndonos más.

Más compasión, más de lo que podíamos dar, más paciencia, más incertidumbre, más desolación, más, empujándonos a dar el último céntimo, quedándonos miserables, en vida... de muerte.

Subimos esquivando tiros perdidos o lo que nos imaginábamos que eran silbidos en el aire.

Noche eterna, sin tiempo, sin ración, con oración, despojados de todo lo que nos podía proteger, todo los que nos podía mimar, todo los que nos pudiera amar, asustados como niños, huérfanos de la existencia.

¿Qué hago aquí?, me preguntaba una y otra vez, en busca de una respuesta...solo abismal silencio, brutal soledad.

Descompensados, sintiéndonos amenazados en nuestro pequeño refugio de horror y calamidad, esperando alguna señal que nos indicara el camino a seguir, impunes tiros buscando alguien en quien poder descansar, impunes ojos apuntando en los blancos vestidos de negro. Todo lo que queríamos hacer era terminar con esa pesadilla, intentando despertar y cayendo una y otra vez en el intento.

Rostros en penumbras, señales de cuidado en la oscuridad, sigilosos movimientos, todo sucedía estremeciéndonos ferozmente. Eramos tres y una multitud. Dormir para olvidar, descanso, temiendo ser sorprendidos por la muerte, tensión sin relajación, la locura del animal con mente, aquello a quien llamamos hombre.

Solo unos pocos minutos restaban para el amanecer cuando una camioneta de la cruz roja se estacionó en una estampida frente al edificio, un hombre nos hacía señas desde la ventanilla con una bandera blanca. Michel se asomó por la ventana y en un cruce de palabras sonrió. Todo estaba calmo, comenzaba el principio de otro sueño el de creernos que todo había terminado.

Bajamos como una tromba, exponiéndonos a todo lo que pudiera herirnos, vulnerable corrida sin cuidado, descuidados.


Queriendo celebrar en el encuentro, olvidándonos del presente que presentaba a la muerte, feroz indulgencia de niños felices jugando con la guerra. Miedo a vivir, miedo a morir, miedo al miedo, con respuestas automáticas, sin creatividad, locos que celebran la vida estando muertos.

Cruz Roja.

Una picada, con salamines, quesos suizos, cervezas, música clásica...tristeza.

Me quedé afuera, sin hambre, desprotegido de ilusión, observando aquel brutal contraste...impotente. Meciéndome para no marchitarme, sintiendo el calor del sol hasta quemarme.

¿Quien es el que celebra?.

¿Quien es el que tiene miedo?.

¿Quien es el que se engaña?.

¿Quien es el que muere?.

Miedo de no poder salir, miedo a morir, miedo a la vida, miedo a quedarme en ese oscuro espacio, miedos, culpas, no sé..

Brindis en el fuego, ilusión desconcertante, estábamos ansiosos por reunirnos con los demás ver como estaban, sentirlos, compartir el dolor.

Volvimos a la casa después de haber escuchado el aviso por radio, el viaje de regreso se hacía interminable, rostros de niños asustados asomaban tímidamente por las puertas de las casas, locales de compras con vidrios rotos eran saqueados por los pobladores en busca de ración, gentes por el piso, humaredas señalando zonas de conflicto, plaza desolada, toboganes agujereados. Vistas de lo nunca visto, vestidos de luto.


Franz el administrador de el equipo nos recibió con una sonrisa a flor de piel, estaba agotado solo quería bañarme y dormir, los abrazos con los del equipo surtieron un efecto de profunda calma y paz. Largos abrazos sin tiempo, sonidos, solo sentir. Espacio de dicha y fusión, reencuentros silenciosos, sentidos, amados. Momentos de profunda intensidad que solo podemos ver cuando la muerte acecha, y la vida cosecha. La sala de primeros auxilios ya estaba lista, utilizamos el quincho para atender a los civiles que iban apareciendo en la casa lentamente, teníamos todo lo necesario como para cubrir las pequeñas emergencias, cortes, suturas, paludismos y diarreas. Atardecía y en la cocina comenzaban a verse movimientos de ansiedad, la heladera se abría y se cerraba constantemente siguiendo el paso de los que estaban de paso. Eramos catorce, ¿qué comer?, había papas, y ternera..."Milanesas con papas fritas"!!... ¿Mila que..?!! dijeron sorprendidos, enseguida tres voluntarias se ofrecieron a seguir las instrucciones de aquella desconocida receta, con las papas todo bien, pero las milanesas!! Filetear la carne, rallar pan, batir huevos, freír, y reír!!. Un hombre baleado aguardaba en la sala, una bala penetró su abdomen sin poder salir...¿estaría incrustada en la columna?, sus rodillas se movían muy lentamente, estaba lúcido y con dolor. Decidí abrir la herida para limpiar, una buena dosis de antibióticos, antiséptico local, suero a chorro y orar. Con las balas de fondo no podíamos hacer ninguna transferencia al hospital, solo esperar al nuevo día.

Anochecía y hacía frío, las milanesas estaban listas, el primo del desconocido estaba sentado junto al moribundo con la Biblia rezando, llorando. Todo el equipo preparado para comer, el living estaba tibio, la cocina caliente y afuera frío. Invitamos al acompañante a comer y discutimos sobre la posibilidad de que aquel paciente estuviera cerca nuestro, el único lugar posible era la cocina, en el suelo. Cena de oración, repartiendo responsabilidades y papas fritas, compartir sin omitir.

En los días próximos "al bajo fuego", nos dedicamos a organizarnos para volver a Bailundo. "Ustedes dos están totalmente locos, ¿cómo pretenden volver a Bailundo?, nos increpó furiosa Barbara, Yo estaba en el quincho con Michel, protegiéndome de aquella animal y sensual estampida femenina, su debilidad en el portugués y la mía en francés hacía que Michel tuviese que encarar siendo yo el promotor de aquella "triunfal" idea, volveríamos como "héroes" a Bailundo, con medicinas a granel. "Bailundo está copado por los de la U.N.I.T.A, salto el coordinador, hemos recibido un informe por radio de los de la O.N.U, diciendo que el hospital está tomado". Sin contenerme lancé al aire un grito de desesperación, enseguida pregunte por Antero, los guardas, la casa, y nuestro querido hospital. Nosotros estábamos firmes en volver, Michel negociaba en diplomacia, yo empujaba para que el regreso sea rápido. Días de espera, sol sin penumbras, regresar para guerrear. Mi infantil negación trastabillaba, cayendo y golpeándose, una y otra vez con la dura y cruenta realidad, que suavemente nos pedía comprensión y un dulce aquí y ahora.

En esos días Pascal estaba extraño, desencajado, cantaba canciones en su guitarra, desafinaba, desatinaba, en el momento. Una noche llamó por radio a sus padres a Bélgica, para contarles lo vivido, apenas escucharon su voz y antes de que pudiera contarles, recibió una feroz noticia, su tío piloto de avionetas murió en una prueba de acrobacia aérea, pude ver su rostro palidecer al recibir la noticia, quedando con el micrófono en la mano, su boca entreabierta, temblando. Desde el auricular salían voces entremezcladas, sus padres más las interferencias radiales, no pudo decir nada, su voz apagada se perdía en el aire, no lo captaban, no lo entendían, y él lentamente desistía. Y con un cambio y fuera entró en su habitación, lentamente, débilmente. La noticia lo dejó en carne viva, quemado, cremado. No sabíamos que hacer, solo acompañarlo con sus cantos de guitarra.

Tres días más tarde cuando todo se calmó en Huambo, y después de habernos organizado para volver a nuestros lugares de trabajo con todas las precauciones posibles, pero sin ninguna garantía, del "riesgo" nos encargaríamos nosotros, lo correríamos, ¿Lo alcanzaríamos?. Corrida veloz entre los montes, estado de alerta, toque sin queda. Nos instalamos en la pequeña casita ubicada a pocos metros del cuartel general de veedores de las Naciones Unidas, no muy tranquilos, siendo advertidos por los generales de cuartel de los riesgos en ruta, y en terreno. Podíamos tomar todas las precauciones posibles, temibles, previsibles, pero no contábamos con la incertidumbre de lo no conocido que nos susurraba entre sueños, pidiendo alerta, templando fuerzas. Si bien la paz se hallaba, el descontrol sembraba.

Una madrugada de uno esos tres días, Pablo el motorista, se asomó por la ventana, golpeando la persiana, eran las cinco, y todos en la casa dormían. "El depósito, el deposito!!", gritaba Pablo golpeando la persianas, Lo saquearon, y todavía están!!". Saltamos de las camas, botas, medias, pantalones, tropezándonos, buscando llaves, remeras al revés, voces firmes por el miedo. Salimos arando en las camionetas, mientras Pablo explicaba lo acontecido en la noche. En el camino encontramos un patrullero de la policía del gobierno, nos detuvimos para contarles y pedirles ayuda. Tres negros descansando, recostados, aplacados. "Sería bueno por nuestra seguridad que nos siguieran", dijo Michel con tono entrecortado... "y no respondieron los descarados!!!", "Déjalos, vamos, tal vez nos sigan", dije acomodando el retrovisor, temblábamos en el empedrado, el espejo... y nosotros.


"Nos toca encarar, estos cagones vienen detrás", dijo Michel disminuyendo la velocidad con la intención de que nos pasaran, "Imposible, mantén la velocidad, nos acercaremos por la parte de atrás para no sorprenderlos", dijo Pascal temiendo que al vernos reaccionaran mal.

Ninguna reacción, los sorprendidos fuimos nosotros al ver una enorme caravana de hombres y mujeres que como hormigas llevaban raciones para sus casas, una multitud, se desplazaba lenta y pacientemente, sin apuros en prolija hilera hacia los montes, vaciando aquel depósito. Medicamentos, cajas, colchones, las bolsas de alimentos para desnutridos, herramientas, generadores de luz, tanques para agua, camas. Nos acercamos lentamente, azorados, nos saludaban normal y sabiamente, ya no habría problemas, porque el depósito estaba casi vacío.

Me acerqué a la puerta cuando una vieja mujer trataba de salir con un colchón entre sus frágiles manos, ella era muy pequeña y el colchón quedó trabado entre los alambres, estaba robando… y ella no podía salir, empujaba una y otra vez, maldiciendo aquél momento tan inoportuno. Me acerqué, le pedí permiso, y le di una mano con su reciente equipaje de lujo, la vieja agradeció sonriendo. Los que estaban dentro del local fueron amablemente desalojados por Michel, mientras el sereno me explicaba todo lo ocurrido hasta el momento.

"Eran las tres o cuatro de la mañana, no se, no recuerdo bien, yo estaba adentro cuando de repente escuche golpes en la puerta, y gritos de gente queriendo entrar, pude ver muchas linternas en la oscuridad, eran un montón, traté de esconderme en uno de los grandes estantes, pero luego y temblando pensé que si me agarraban escondido y lleno de miedo sería peor, así que fui corriendo hacia la puerta y levanté mis brazos en alto, temblando y en silencio, esperando a que abrieran, un fuerte golpe impactó en la puerta y una linterna en mis ojos.. encandilado me rendí y salí corriendo, pude reconocer a mucha gente del barrio en la oscuridad, voces conocidas, familiares, preferí guardar silencio y sentarme a observar". Pascal miraba al hombre con recelo, mientras los últimos "visitantes" eran acompañados con sus cargas, rumbo a sus casas. Nada se podía hacer, la policía, "ellos", "nosotros", "todos" nos mirábamos sin comprender, para aprender. Desconcierto en el concierto de la vida.


Traté de calmar a Pascal que inexplicablemente comenzó a caminar girando sobre si mismo, murmurando en francés. Estaba alterado, nervioso, inquieto. Era "su" depósito, "su" responsabilidad, "su" frustración, "nuestra" pena. Todo lo que habíamos planeado en logística para "nuestros hospitales" se derrumbó, en Luanda quedaba poco, y desde Bélgica tardarían de dos a tres meses para enviarnos un pequeño porcentaje de lo que allí había. Los últimos visitantes se perdían por el sendero hacia sus aldeas cuando Pascal se subió al paredón apuntando con su mirada al "blanco", un negro. Caminaba lentamente por la cornisa balanceando sus brazos para no caer tratando de seguir aquella lejana caravana con su mirada. Dio un salto y en una corrida llegó a la camioneta, y en la próxima salió rumbeando por los barrios.

Me quede mirándolo con una sensación de desdoblamiento estaba entre seguirlo y al mismo tiempo podía observar desapegadamente lo que estaba sucediendo en mi cuerpo y en la realidad inmediata, la experiencia me había friccionado lo suficiente como para "hacer sin hacer", una sensación de inmenso bienestar bañaba mis células, el tiempo se hizo espacio y el espacio un eterno presente.

Volver a empezar...


Contábamos todavía con medicamentos y material hospitalario en el almacén central de Huambo. Pascal decidió poner en la entrada dos guardias armados, para asegurarse que ese almacén no fuera tocado. La coordinación central en Luanda todavía dudaba de permitirnos volver a Bailundo. Yo y Michel estábamos listos para zarpar.


Rumbo a Bailundo...


Hicimos todo lo posible para que nos permitieran salir, haciéndonos responsables por nuestras vidas, los equipos de Kaala y Bié decidieron esperar en Huambo por un tiempo. Todo se normalizo, y Barbara había viajado a Luanda junto con el coordinador general para informar a Bruselas sobre la situación y las necesidades en terreno.


En la mañana de nuestra partida llovía torrencialmente, tendríamos que pasar primero por el almacén general antes de partir, salimos con las dos camionetas cargadas con medicinas, bolsos y comida. Una espesa cortina de agua dificultaba la visibilidad, el viaje de tres horas fue hecho en seis horas, esta vez había más puestos de guardia que nunca, adolescentes cargando rifles, soldados borrachos, niños con hambre, éramos un blanco perfecto, frágiles víctimas de nuestra propia imprudencia. Al llegar nos detuvieron en un puesto de guardia, un soldado ebrio nos pidió los papeles enseguida pude oler su alcohol y su intención. En esos momentos me oía preguntándome una y otra vez ¿Qué es lo esencial?, solo la pregunta me mantenía en un lugar seguro, despojándome de toda agresividad, listo para actuar.


"¿Qué vienen a hacer aquí?, preguntó increpándome con su arma, "Aquí están estas son nuestras armas, medicina para la gente del hospital", hice un gesto señalando las cajas, el hombre miraba ansiosamente el cargamento, enseguida pude adivinar sus ganas de comprimidos, "Aquí están, cloroquina para el paludismo, cuatro para el primer día, cuatro para el segundo, dos para el tercero", dije entregándole una bolsita que miró como su carga más preciada, por un momento sentí que se había olvidado de la guerra, de la miseria, de sus preocupaciones, ya no estábamos armados para defendernos, sino vulnerables, expuestos, algo se había despertado en el y no era la causa "las medicinas", sino la calidad de su profunda atención al momento.

Pero eso no era, si era solo un momento de olvido, de realidad irrealizable, de sueño, la enfermedad volvería a atravesar su cuerpo una y otra vez, hostigándolo, masacrándolo, dejándolo de rodillas frente a la existencia.


Aquel Bailundo ya no era lo mismo, el mercado estaba apagado, lentos andares sin sonrisas, ¿donde están las danzas?, ¿qué celebrar?. Habían pasado dos semanas, y parecían años, años de descuido, de desolación, años de luto sin lucro.

Al llegar Antero estaba en la puerta de la casa, sin saberlo esperándonos, el negro sonreía de blanco, era el guarda más querido, aguardándonos. Enseguida nos contó lo sucedido "Coparon todo, querían tomar la casa pero me resistí, ligue un par de piñas y luego me dejaron tirado inconsciente hasta que vino el enfermero del hospital, no fue mucho, estaban ebrios, pero eran tres", su voz se entrecortaba sudando en el recuerdo, y le di unos días de descanso para que se pusiera manso.

Descargamos todo el equipaje en la casa, ya no había ninguna seguridad en el hospital como para dejar los medicamentos, los de la U.N.I.T.A habían saqueado la farmacia, llevando el cargamento a su hospital, quedaba poca cosa, y había mas internos que nunca. Apilados, amontonados, heridos, quemados, ya no había luz en Bailundo, los soldados habían destruido el generador central, no había niños en las calles, ni más cantos corales, todo pesaba, los arboles tristes, la gente inquieta, la luna llena.

Si a la vida, y si es Si ¿donde queda el no?, y cuando es de día ¿dónde está la noche?, y cuando vemos bueno, ¿donde se esconde lo malo?, y cuando sentimos amor, ¿donde queda el odio?. Tiré la moneda porque decidí que decidiría "ella", saqué mis zapatos, porque prefiero andar descalzo. Temor, coraje, dolor, ira, odio, amor, vivir...Si.

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