lunes, 27 de septiembre de 2010

Francisco Maglio, un Maestro de la Medicina y de Vida

Etica en la relación Médico- Paciente

Francisco Maglio*

En Las Leyes, la última obra que escribió Platón, ya en la proximidad de su muerte, describía cómo actuaban los médicos en la atención de los esclavos y de los hombres libres. Respecto de los primeros, predominaba el poco tiempo que se les dispensaba, no se les explicaba su padecimiento y se los atendía con "la brusca manera de un dictador". En cambio, a los hombres libres les dedicaban más tiempo, se preocupaban por ganarse la confianza de pacientes y familiares y les explicaban detalladamente la naturaleza de la enfermedad y los medicamentos que les prescribían.
También describe en la Apología de Sócrates las condiciones que éste le asignaba a los médicos; una era la "tekné", los conocimientos y hablidades para curar una enfermedad que los habilitaban como buen médico, pero para ser un "médico bueno" necesitaba además el "medeos", el cuidado de la persona que estaba enferma, comportándose como persona-médico. Después de veinticinco siglos, parece que las cosas no cambiaron mucho en la medicina y tampoco en la sociedad: según datos del INDEC para 1996, el 30% más rico de la población concentraba el 65% de la riqueza producida en el país, mientras que, por otra parte el 30% más pobre se tiene que arreglar con solo el 10%.
Por otra parte, según datos recientes, el 70% de los médicos tiene tres o más trabajos y no superan sus ingresos, dos canastas básicas familiares ($2.400), mientras que un 9% supera los $2.500 mensuales. Esta dicotomía también se observa en la enseñanza médica donde hay "una currícula general para la mayoría de los estudiantes y otra para un grupo selecto y restringido" .
Volviendo a Platón, en los albores del tercer milenio seguimos teniendo hombres libres y esclavos, medicina para hombres libres y medicina para esclavos, pero también médicos-esclavos, porque ¿Cómo tener "medeos" para los pacientes si apenas se dispone de tiempo para el "medeos" hacia la propia familia?
En cuanto al segundo término de la relación médico-paciente, ¿Qué es un enfermo?. Miguel de Unamuno lo definió como "un ser humano de carne y hueso, que sufre, ama, piensa y sueña". No he encontrado mejor definición en ningún texto de medicina, ya que los mismos tienen en general una visión desde el observador, no atendimos al otro enfoque, el "emic", el del observado, esto es, que piensa, qué siente el enfermo, en antropología médica al primero se lo denomina enfermedad y al segundo sufrimiento.

En este sentido no está de más recordar los "Derechos de los enfermos": respeto del mismo como persona, información, rechazo a un tratamiento o a una investigación, privacidad, confiden-cialidad, garantía de atención médica, idoneidad del equipo de salud, explicación de los costos, ser informado sobre sus derechos. Hasta lo que he podido averiguar, estos derechos no figuran en la currícula de nuestra Facultad de Medicina. A mi entender, esta omisión debe contextualizarse en el "modelo médico hegemónico" a la que me referiré más adelante.
Aristóteles decía que todos los conocimientos (según la utilización de los mismos) se podían resumir en dos saberes, el saber de servicio y el saber de poder. La medicina no escapa a este concepto, habiendo engendrado tantos servidores de la humanidad (léase Schweitzer), como cómplices del poder (léase Mengele), según se haya colocado del lado de los dominados o de los dominantes.
Eduardo Menéndez ha descripto un modelo médico biologista, individualista, pragmático y ahistórico, que al articularse con los sectores sociales dominantes, se incorpora protagónica-mente a los saberes y prácticas hegemónicas del poder en sus procesos de producción y reproducción. De allí la medicina se apropia _más bien expropia-, la salud en términos de beneficio, "illness for profit", para unos pocos dominantes más que para el bienestar de muchos dominados, legitimando el control de aquellos sobre éstos.
Entiendo que es menester que como médicos, a partir de nuestra práctica, internalicemos críticamente lo social en los pacientes en oposición a la externalización social de la medicina clásica, que visualicemos la cultura en la medicina más que la medicina de la cultura, esto es, ponderar, medir la influencia de las pautas culturales en nuestra práctica, desde esas redes del poder hegemonizadas en y por un positivismo, por la "nomenklatura" mé dica, convirtiéndonos en aliados inconscientes de la "medicalización de la vida".
Esta situación tiene una relevancia conspicua si analizamos quiénes son los más beneficiados por la alta tecnología, ya sea diagnóstica o terapéutica, en qué casos el resultado de la misma es el bienestar del paciente y en cuáles es la ganancia de la tecnología. La autonomía, uno de los principios fundamentales de la Bioética, debe expresarse en la planificación de un proceso de interacción humana entre el médico y paciente, una situación vincular donde poderes y saberes circulen libre y fluidamente, una "autonomía de desarrollo" que culmina con el respeto por la decisión de un enfermo informado, capacitado y libre.
Como toda exageración, es éticamente inaceptable tanto una beneficencia que se trastoca en un paternalismo como una autonomía que se transforma en un "autonomismo" que llevará a una judicialización de la ética (un mero trámite legal) y a una "autonomización de la moral" por excesivo individualismo.
Como médicos no tenemos con el paciente más derechos que los que él nos da, y arrogarnos otros es ejercer el poder sobre el paciente, por mejor intencionados y aún desprovistos de toda sevicia que estemos. Llevados por la buena intención de mejorar algunos parámetros biológicos, ejercemos a la postre un control tal sobre el paciente que "medicalizamos" su vida, posponiendo sus propios proyectos a nuestros objetivos terapéuticos y allí es cuando "enfermamos curando".
Hay expresiones jergales en medicina que ejemplifican lo que intento transmitir, "manejo del paciente anúrico" (por ejemplo), "no me coma dulces" le indicamos a un paciente diabético, "se me murió el paciente de la cama 5", decimos en un pase de guardia.
En cuanto "El Sur" (quizás una biografía no confesada), Jorge Luis Borges le hace decir al protagonista Juan Dalman, cuando relata sus avatares al sufrir una septicemia (donde, por otra parte, encontré una de las mejores descripciones clínicas sobre trastornos del sensorio de esta patología): "el cirujano me sometía a metódicas servidumbres" expresando (aunque probablemente sin saberlo) en un típico lenguaje borgeano, una de las situaciones del poder a que me refiero. Debo confesar que en más de una ocasión este poder lo ejercí en las llamadas "inversiones en la relación de servicio", cuando, por ejemplo, pudiendo dar de alta a un paciente un viernes, lo dejamos internado hasta el lunes, para que la nueva rotación de estudiantes, pudiera ver ese "caso interesante". En vez de poner la docencia al servicio del enfermo, había puesto a este al servicio de la docencia y, lo que es más grave aún, le había sustraído de su vida un fin de semana con su familia o con sus amigos, que como hecho afectivo jamás se lo podría recompensar.
En la atención del paciente grave, a los derechos del enfermo ya mencionados debe agregarse el derecho a una muerte digna, entendiéndose como tal a aquella sin dolor, con lucidez para la toma de decisiones, con posibilidad para recibir y dar afecto, y con la capacidad reflexiva para que en ese momento irrepetible se pueda desentrañar el destino; las últimas palabras de Beethoven fueron: "ahora, recién ahora, he comprendido quien es Ludwig van Beethoven".
Desafortunadamente, el poder que ejercemos sobre el paciente, sumado a una educación médica triunfalista que ve en la muerte solamente el fracaso de la medicina, nos lleva a veces a un "ensañamiento terapéutico" prolongando una agonía y, lo que es más grave, negando la posibilidad a ese enfermo de una muerte digna en compañía de sus seres queridos, la denominada "distanasia" resultante de una irracionalidad en el uso de los recursos tecnológicos.
Esta sociedad de comportamiento tan dual, que por un lado le niega a un niño ver a su abuelo muerto y, por otro, le ofrece "video-games" donde le enseña a matar, ha desimbolizado, la ha extrañado de su contexto cultural, no teniendo en cuenta que la muerte es un hecho social. Nuestra formación positivista nos lleva, frente a la muerte, a una angustia thanática, con sus consecuentes reacciones como la negación, la culpa o la defensa maníaca, impidiéndonos contextualizar la muerte dentro del proceso "vida" y eliminándonos toda esperanza. Sería pertinente recordar aquí los versos de Bernárdez: "Porque después de todo he comprendi do que lo que el árbol tiene de florido vive de lo que tiene sepultado".
"Ya no hay nada que hacer", típica frase con que nos dirigimos a los familiares de un enfermo cuya muerte es ineluctable. Deberíamos decir: "Ya no hay nada que tratar", porque en realidad hay mucho todavía por hacer, más aún, es cuando más podemos hacer. La ya descripta prolongación innecesaria de la agonía con el uso irracional de la tecnología hizo decir a R. Bjerregaard, Ministro de Salud de Dinamarca en 1981: "Algo anda mal cuando el 50% de los recursos de salud se gasta en los últimos 90 días de la vida humana para postergar algunas semanas una muerte inevitable".
Frente a esta deshumanizada situación, no es en los recursos tecnológicos que encontraremos una salida aceptable: existen otros recursos, invalorables por su eficacia y por su disponibilidad: me estoy refiriendo al efecto "sanador" de nuestra palabra, de nuestras manos y de nuestra propia presencia. Herederos del dualismo cartesiano mente-cuerpo, nos constituimos en "plomeros del cuerpo" antes que en médicos de la persona; ésta necesita algo más que remedios y aparatos, nos necesita a nosotros como persona-médico y, en esta relación, la palabra es fundamental; ¿Pero qué decirle a una paciente en esas circunstancias?. Siempre con un mensaje de esperanza, las palabras serán un bálsamo. ¿Esperanza frente a la muerte? Sí, decididamente sí, porque como en la noche, el momento más oscuro es justamente el instante en que comenzará el amanecer. Pero a veces las palabras no alcanzan, entonces están nuestras manos, esas manos "vencedoras del silencio", como las definía Evaristo Carriego.
En una oportunidad, una anciana en una sala de terapia intensiva me pidió: "Doctor, tómeme el pulso". Llevado por una deformación profesional no lo hice y mirando el cardioscopio le dije: "Está bien abuela, tiene 80"; ante su insistencia que le tomara el pulso le pregunté por qué, si el aparato era confiable y respondió: "es que aquí nadie me toca". Razón tenía quien dijo que en terapia intensiva los enfermos, a veces, se mueren con "hambre de piel"; en nosotros está saciarlos.
Por último, el efecto sanador de nuestra propia presencia, que el paciente "sienta" que estamos a su lado, que vibramos en ese encuentro irrepetible de persona-persona, que estamos en su misma "sintonía corporal". Entonces, ayudando así a bien morir nos estamos ayudando a bien vivir.

Notas de pie de página

* Doctor en Medicina; Diplomado en Salud Pública. Coordinador de la Comisión de Bioética de la Sociedad Argentina de SIDA (Conferencia del 6to. Curso del Hosp. de Niños "V. J. Vilela".

Publicación Científica de la Secretaría de Salud Pública
Municipalidad de Rosario - Argentina - Contacto

http://www.rosario.gov.ar/sitio/salud/Revista_Inv_Web/vol1n2_art8.htm

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